Una hermosa aventura
La Residencia de San Pedro lleva a sus residentes a Becerril de la Sierra
Por el P. Jesús María López Sotillo, archivero de la Congregación.
El pasado martes, día dieciséis de mayo, nuestro Capellán mayor, Gregorio Roldán, nuestro Secretario General, Juan Jesús Moñivas, uno de nuestros congregantes más jóvenes, Pedro José Lamata, y yo mismo, Jesús López Sotillo, Archivero de la Congregación, tuvimos la fortuna de vivir una jornada muy emocionante con los sacerdotes residentes en la Residencia de San Pedro, con sus cuidadores, con la comunidad de religiosas Dominicas Hijas de Nuestra Señora de Nazareth y con la dirección del Centro. Fue, por qué no decirlo, toda una aventura. Se trataba de ir a Becerril de la Sierra a pasar el día en la Casa de Espiritualidad Villa Santa Mónica, que tienen las Agustinas Misioneras en dicha localidad, muy cerca de la Sierra de Guadarrama. El plan era sencillo: celebrar la Eucaristía en su capilla, comer en torno a la que llaman “El Albergue”, y convivir durante unas cuantas horas sentados o paseando por la extensa y hermosa finca de las religiosas. Todo fue saliendo según lo previsto, los miembros de la dirección de la Residencia lo habían preparado a conciencia.
Era, como ya he señalado, algo más que una simple excursión, era una hermosa aventura. Nos dimos cuenta de su magnitud cuando llegamos a la puerta de entrada de nuestras instalaciones de la calle San Bernardo. Desde la dirección de la Residencia Sacerdotal nos habían hecho saber que les agradaría y les vendría bien que les acompañáramos algunos de los congregantes. Al llegar a la cita, en torno a las diez y media de la mañana, el autocar que iba a trasladarnos a Becerril ya estaba esperando y los sacerdotes residentes que se valen por sí mismos ya se estaban acomodando en sus asientos y Pedro José Lamata observaba feliz la escena, cargado con su guitarrillo para amenizarnos la velada. Pero estaban también esperando varios taxis grandes, ¿qué hacían allí? Pronto lo supimos: ¡¡¡Aguardaban la llegada de los sacerdotes dependientes y muy dependientes!!! ¡¡¡También ellos, unos cuántos, venían a la excursión!!! Desde sabe cuándo les habrían levantado sus cuidadores y les estarían preparando. A los pocos minutos empezaron a salir por la puerta y a bajar por la rampa camino de los taxis en sus sillas de ruedas, movidas por operarios de la residencia, y bajo la atenta mirada de las religiosas Dominicas hijas de Nuestra Señora de Nazaret, que se ocupan del día a día de la organización y el funcionamiento de la Residencia. Poco a poco, con paciencia, los fueron acomodando, mientras que transportaban las sillas de ruedas a un carro enganchado a otro coche particular, que las iba a transportar a Becerril. Todo estaba pensado. Era un espectáculo emocionante. Ahí estaban algunos de los sacerdotes residentes más débiles y con la salud más deteriorada, listos para ir de excursión, como cuando eran críos o como cuando, plenos de vigor, organizaban viajes con la gente de los lugares donde fueron desempeñado sus diversas tareas pastorales. Cuando todos estábamos en nuestros sitios, la comitiva emprendió su marcha.
El trayecto hasta Becerril de la Sierra es corto, unos cincuenta kilómetros. Nada más echar a andar el autobús siguiendo a los taxis, Andrés García, Director de la Residencia, nos dirigió unas cariñosas palabras de saludo, rezamos juntos unas oraciones y comenzamos a canturrean cantos de iglesia y de excursión, con el acompañamiento del guitarrín de Pedro José. El paisaje al alejarnos de Madrid no era todo lo verde que cabía esperar en esta época del año, se notaban los efectos de la sequía. No obstante al acercarnos a la Sierra iba estando menos agostado. Y al entrar en el recinto de la enorme finca en la que se sitúa la Casa de Espiritualidad Villa Santa Mónica nos vimos envueltos en su arbolado, con zonas ajardinadas, todo muy llano, haciendo fácil pasear con deleite y sin obstáculos por sus senderos.
Mientras los cuidadores de la Residencia bajaban de los taxis y acomodaban en sus sillas de ruedas a los sacerdotes dependientes, a varios de los cuales acompañaba un familiar suyo, los restantes sacerdotes dimos un breve paseo por la finca mientras llegaba la hora de la misa. Cuando volvimos, al entrar en la amplia y bien adornada y cuidada capilla, nos encontramos que los sacerdotes dependientes ya estaban colocados al fondo de la misma, en fila india, preparados participar en la eucaristía. Entre ellos, curiosamente, había una mujer, muy anciana, Valentina Pina Arroyo. ¿Cómo se explica su presencia? Ella es la única testigo que queda de una práctica que se implantó en el Reglamento de la Congregación, aprobado en 1942 por don Leopoldo Eijo y Garay, séptimo obispo de Madrid, y que ya no figura en los Estatutos hoy vigentes, que aprobó don Ángel Suquía Goicoechea en 1992. Según dicha norma podían ingresar en la Residencia Sacerdotal de la Congregación las personas, generalmente mujeres, que hubieran cuidado de los sacerdotes durante años, cuando fueran ancianas o cayeran enfermas, o las que, por diversas circunstancias, hubieran sido cuidadas por ellos y ya no pudieran hacerlo.
Una vez acomodados en la capilla todos los que íbamos a participar en la celebración, dio comienzo con el canto de entrada la eucaristía del martes de la Quinta semana de Pascua. La presidió Andrés, el director de la Residencia, y le acompañaban en el altar Gregorio Roldán, Juan Jesús y Pedro José. Yo me mantuve entre el resto de los asistentes para poder hacer algunas fotos de ese acto tan emotivo. La lectura de la primera lectura y el salmo las hicieron una de las religiosas y otra de las mujeres, hermana de un residente, que se habían sumado al acto. El evangelio lo proclamó Pedro José. Y la homilía corrió a cargo de Andrés. Fue una homilía sencilla y sentida. Comenzó resaltando y poniendo en valor el sentido de la excursión que estábamos llevando a cabo y, a continuación, al hilo de las lecturas bíblicas, nos transmitió la esperanza que ha de animarnos a quienes creemos y proclamamos desde la fe que Dios no dejó en la muerte cruel e injusta a Jesús, sino que lo llevó a su lado. Prosiguió después la misa con normalidad. Comulgaron en sus sillas los sacerdotes y la señora dependientes y el resto se fue acercando a recibirla. Tras la oración final, antes de la bendición, cantamos el Regina Coeli. Y, concluido el acto, nos encaminamos hacia la zona donde íbamos a comer, a unos doscientos metros de la capilla, frente a la casa llamada «El Albergue», para distinguirla de otra, en la misma finca, conocida como “La Casa de piedra”.
Cuando llegamos, los empleados de la Residencia ya tenían preparadas las mesas con los aperitivos y las bebidas. Y los cocineros, también de la residencia, andaban preparando el fuego para cocinar los productos de barbacoa que íbamos a degustar como plato fuerte del menú. Fue un momento de la excursión realmente hermoso e igualmente emotivo. Los sacerdotes dependientes, a muchos de los cuales conocemos desde los tiempos en que gozaban de vigor y estaban en plena acción pastoral, y sus cuidadores volvían a ser objeto de nuestras miradas. Ellos con sus limitaciones y sus cuidadores con la delicadeza y el cariño con que los trataban. La hermana de uno de ellos, muy deteriorado, nos dijo que él se llamaba y era un Ángel, pese al estado en que se encontraba. Los demás, repartidos en corrillos en torno a diversas mesas al aire libre, al tiempo que dábamos buena cuenta de los alimentos y de las bebidas, pasamos un rato muy agradable, en animada conversación. Tras los postres, mientras tomábamos el café y hasta una copa de licor, seguimos conversando en muy amena sobremesa. Aunque algunos prefirieron dar un paseo por la finca. En el grupo con el que pasé este rato mantuvimos un muy sustancioso diálogo sobre la actual situación de la Iglesia, comparándola con la que siendo niños, jóvenes u hombres casi recién llegados a la adultez vivimos unos y otros en torno a la convocatoria, la celebración y los primeros años de aplicación del Concilio Vaticano II.
Así nos fue dando la hora de regresar. Y desde ese paraje hermoso donde habíamos comido y charlado volvimos hacia la zona de la entrada, donde ya nos esperaba el autocar y a la que fueron llegando los taxis para llevarse de vuelta a los sacerdotes dependientes.
Los cuatro congregantes nos despedimos de las Agustinas misioneras, que nos habían acogido con mucha amabilidad. También dimos las gracias a la Dirección de la residencia, a las religiosas Dominicas hijas de Nuestra Señora de Nazaret, y a los cuidadores, que tan bien se portaron durante toda la jornada. Entre todos hicieron posible que saliera bien esta hermosa y emotiva aventura, de la que nosotros gustosamente fuimos testigos y colaboradores. Regresamos juntos en coche a Madrid. Y volvimos con la sensación no sólo de que habíamos pasado un día hermoso sino, también, de que que habíamos hecho algo muy propio de nuestra Congregación, estar cerca y prestos a ayudar a los sacerdotes que viven tiempos de fragilidad y, en algunos casos, de cierto desamparo. Cuando vuelvan a surgir ocasiones de hacer algo semejante, sería bueno contar con la presencia de un número mayor de hermanos congregantes. Para hacer obras de este tipo nacimos. Y, haciéndolas, continuamos la historia de quienes las emprendieron y llevaron a cabo desde 1619 en adelante.